domingo, 15 de enero de 2012

LOS GRINGOS

La intención de entrar al mercado anglosajón con los sepeculones de mi marca “CP cool ones”, confesada en la entrega de la semana pasada, tuvo su primer antecedente y frustración una vez que quise exportar hormigas cazadoras con el argumento comercial de que ellas, haciendo sus migraciones locales y formando los conocidos surcos cuando va a cambiar el tiempo, podrían coadyuvar con el servicio meteorológico norteamericano en la previsión del clima. 

Lamentablemente los gringos optaron por los satélites, con lo que mi proyecto de hormigas meteorológicas se quedó nomás para uso doméstico.  Volveré a intentarlo en el futuro, e insistiré con el tema de las hormigas y otra fauna y flora pronosticadora −y también sobre nuevos rubros agropecuarios−, en una siguiente entrega, pero hoy aprovecharé para escribir un poco sobre los gringos.

Antes, dejo constancia, sin embargo, de que todas las ideas de rubros agropecuarios que lanzo aquí están previa y debidamente patentadas, y quien se quiera meter a productor me debe pagar regalías y royalties, que no es lo mismo pero es igual. Pero ocupémonos ahora de nuestros amigos los gringos:

He has no enemies, but is intensely disliked by his friends”. Es el propio Mark Twain, modelo de la idiosincrasia y nacionalidad estadounidense, el que, sin referirse a ellos, nos ofrece una frase que puede servir para introducirnos en la temática de esta crónica: La relación simpatía-antipatía, amor-odio, que la mayor parte de los latinoamericanos y el resto del mundo tenemos con los gringos.

En efecto, y fiel a la tradición latinoamericana de echar a los gringos la culpa de todo, y para no ser una muy notoria excepción, me uno a la práctica de este deporte sub-continental  y comunico a mis lectores que dos de ellos −dos gringos, dos−, tuvieron una muy grave influencia en mi vida.  Y su grado de afectación fue tal que ni ahora que ya me acerco al medio siglo de edad puedo prescindir de su más incómodo que grato recuerdo.

Pero, ¿de qué gringos hablo? John Kennedy murió antes de que yo cumpla un año, de manera que no me afectó para nada y, además, le tengo mucho respeto. Reagan ni me tocó, pues no vi ninguna de sus películas, y George Bush, en cualquiera de sus dos versiones, nunca entraron en mi casa, por lo tanto ni los tengo en cuenta.   Washington, a pesar de que me es esquivo en su forma de billete, me cae bien, y lo más cerca que me llegó Roosevelt, el cazador, fue con una que otra orquídea que lleva su nombre.  Eisenhower me dejó pasar a Portachuelo cuando toreaba peladas por esos lares, de modo que no lo puedo culpar de nada malo, y el flaco Lincoln solo me produjo pequeñas molestias con su barba y su sombrero. No fue, pues, ningún presidente americano, blanco usual para personificar la antipatía colectiva a lo americano, el que me dejó las profundas cicatrices que ahora me tienen escribiendo sobre los gringos.  Ni lo es el Sr. Clinton, con su pene, ni lo es la Sra. Clinton, con su pena, ni Hemingway, viejo lobo de mar, con sus campanas.

Si abrimos un poco más la definición de gringos e incluimos a los británicos, tampoco puedo acusar a Paul McCartney, ídolo de mi infanto-juvenil tiempo de escucha de música a todo volumen, ni a Lennon, ni a Churchill, cuyas frases inteligentes me sirvieron para ganar muchas batallas de amor.  La Thatcher, sí Margarita, no me produce la misma antipatía que a los argentinos y le dejo irse tranquila, con su falda larga, apropiada para que no se le vean los huevos, y al príncipe Carlos, en castigo, lo dejo con su Camila, mientras con Diana me quedo yo.

¿Gringos locales?  Ninguno, pues Sánchez de Lozada no lo era ni lo sigue siendo, a pesar de que hable así y de que viva allí. ¿Gringo pezuña?, tampoco, y no sé por dónde andará.   El gringo Kenning, ese sí, que me orientó vocacionalmente y me guió en la afición por el castellano bien hablado y escribido, es uno de los pocos gringos locales que me dejó marcas importantes, ninguna de ellas mala.
 
Pero los gringos con los que me quiero meter, con los que tengo un asunto personal, es con don John Deere y don Philip Morris, ambos gringos, el uno norteamericano y el otro inglés, que se metieron en mi vida más profundamente de lo que yo hubiese querido, dejándome profundas cicatrices en el alma.

El primero con sus tractores, un 720, un 3020, un 2020 y un 4630, con arados, rastras, romeplows, sembradoras y cultivadoras, y varios implementos más. El segundo con sus cigarrillos, Derby, L&M y Marlboro, y varias marcas más.

Al primero, John Deere, le acuso de alegrías furtivas y tristezas longevas. Alegrías pasajeras al ver llegar sus máquinas de la agencia, en forma de tractores nuevitos, brillosos, y al poder farsear con los amigos de infancia mi asociación familiar con la marca más fina que el campo alguna vez conoció. Alegrías breves al ver la eficiencia de sus trabajos y lo prolijo de su tecnología en ámbitos en los que los agricultores, la mayoría, los atendía debajo de un tamarindo −donde los domingos se casan los gringos bajo el madrinazgo de doña Catalina y el padrinazgo de don Juan Petacón. Alegrías fugaces al leer la revista El Surco, que nos llegaba como cortesía, o como premio consuelo, del concesionario local.

Tristezas longevas, al saber que la letra se vencía y las cosechas no habían rendido lo suficiente para pagar. Tristezas y caras largas cuando los fierros se quebraban y sus repuestos nos quebraban aún más. Tristezas permanentes expresadas en cartas, telefonazos e implacables cobradores de portón. Tristezas definitivas, que nos mataban de tristeza.

El segundo, Philip Morris, es el que acuso con más vehemencia y virulencia, es el que en mi tiempo de fumador pasivo, al lado de mi padre, y activo, al lado de mis amigos, me introdujo a los pulmones los más significativos volúmenes de humo y alquitrán a través de sus marcas L&M, que fumaba y mató a mi padre, y Marlboro, que me mataba a mí cuando era universitario.

Nada bueno me trajo nunca don Philip Morris, pues yo nunca conocí el placer que dicen que producen sus cigarrillos, pues siempre fumé de mono, y por ponerme a tono con el resto de la torillada, que echábamos humo hasta por los oídos, como verdaderos toros bravos.  

Philip Morris solo me produjo alegrías pocas y muy fugaces cuando juntaba sus cajetillas, las abría y fabricaba con ellas billetes para jugar a banquero rico, oficio para el que finalmente no tuve vocación.

Y, claro, la cosa es así, para no dejar de ser latinoamericano, yo acuso a los gringos, recordando que ellos pusieron las opciones pero fui yo −o mi familia−, el que las tomó, voluntariamente obligado.

Y ahora, que dizque he parado de fumar una vez más, ya miro con tímido desdén el Marlboro y el L&M de los vecinos fumadores, pero exhibo con gusto mi polera y mi gorra de John Deere, modestas prendas con las que me anticipo a la futura compra de un tractor.

riopalo1962@gmail.com

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