domingo, 15 de abril de 2012

RECUERDOS DE ALGODÓN (I)

Nacido el penúltimo día de 1962, yo tenía alrededor de diez años cuando la fiebre del algodón llegó a mi casa.  Recuerdo, por tanto, con mucha nitidez ciertos rasgos de esa experiencia agrícola, principalmente los que yo observé y en los que, de uno u otro modo, participé directa y personalmente. Sé muy poco, sin embargo, de la parte más oculta, la crediticia y comercial, esa que manejaban los mayores y a los que los muchachos no teníamos −ni queríamos tener− acceso.

Se dice con una gran dosis de humor negro que lo peor del comunismo son los primeros cien años. Se dice también, con similar crudeza y crueldad, que toda la ciencia del cultivo, industrialización y comercialización del algodón se aprende en cien lecciones…una por año.  En mi caso, el aprendizaje sobre el algodón se dio en poco tiempo, no más de dos años, y me dejó enseñanzas y recuerdos tan simples y superficiales, que no me permitieron convertirme en un experto.  Por eso, lo que comparto a continuación no son sino cápsulas homeopáticas de mi efímera relación con este interesante cultivo.

No me meto, pues, con la historia antigua del algodón, ni en Egipto ni en la Chiquitania, sino con la historia reciente, esa que yo conocí en el norte cruceño, y que todavía se mantiene impresionando mi retina.  No obstante, los datos que aún recuerdo son tantos que requerirán, sin duda, de más de una entrega, más de una tarde de lluvia y charla en este nuestro establog.  Veremos, entonces, cómo se va desarrollando la historia y la pararemos por hoy bastante antes de llegar a las mil palabras, para no acobardar al lector.

Sin duda el algodón inauguró una nueva era en mi vida. Fue con este cultivo, al que primero conocí por las propagandas en la carretera,  con el que yo tuve mis primeros acercamientos al marketing estático mediante letreros publicitarios al costado del camino. Aunque por la época no se llamaban así, el recorrido entre Montero y Santa Cruz estaba lleno de gigantografías −vallas por donde vallas, podría decirse−, anunciando semillas, insecticidas, desmotadoras y empresas de fumigación aérea.  

Fue con el algodón también con el que tuve mi bautizo de olores de agroquímicos, que en la época, aún virgen de ciertos eufemismos actuales, los agricultores llamaban venenos. Sin olor en la gigantografías, pero muy olorosos en la realidad, el Aldrín, el Endrín y el Parathion se presentaban frecuentemente con sus fragancias sospechosas, tanto que cuando recién se empezaron a usar, los agricultores se  miraban unos con otros buscando a quien achacar por el supuesto e indecente escape de un gas.

Pero con el tan frecuente uso que se les daba a los venenos, muy pronto aprendieron los agricultores que no había que buscar a quien achacar por el gas, porque los culpables eran villanos conocidos como picudo, lagarta rosada, heliothis, alabama, plagas que los obligaban a hacer cuatro, cinco, seis aplicaciones de insecticidas para salvar a sus cultivos.  

Así fue, pues, como se conoció la fumigación aérea, y como se conocieron los banderilleros y los cuenta bichos. Estos recorrían los campos y verificaban el ataque de las diferentes plagas, calculaban si ya estas estaban por superar un cierto umbral de tolerancia y, si lo estaban, de inmediato avisaban al agricultor algodonero “pa’ que llame la avioneta”.  La avioneta, entonces, era llamada, aterrizaba la mayor parte de las veces en improvisadas pistas y empezaba la danza de despegues, bajadas a ras de planta y jopo de banderillero, hacía chandelas, cargaba y descargaba, toque y despegue, ‘touch and go’, en un proceso en el que algodoneros y capataces admiraban la audacia y precisión de los pilotos y se reían de la prontitud de los banderilleros que, más rápidos que el avión, se tiraban al piso y se tapaban la cabeza con la banderilla cuando el avión ya estaba muy cercano a sus marcas.

Las plagas del algodón, pues, inauguraron la era moderna de uso de defensivos agrícolas en Santa Cruz y, donde no conocíamos más que tutumas, tinajas y cántaros, nos presentaron los turriles y los tachos metálicos medianos, las etiquetas con letras chicas, y las calaveras negras cruzadas por huesos negros que anunciaban que se estaba frente a productos peligrosos.

Cuánta tinta ha corrido desde entonces, cuántas palabras han sido dichas y escritas. Por eso es que así, llegando ya a las 800 palabras, dejo por aquí esta primera entrega y, como ágil banderillero, me tiro cuerpo a tierra y me escondo por una semana.  Mientras tanto, entre hojas de libros y de plantas,  sigo revisando “Cultivo y Producción del Algodón”, de V.R. Cardozier, “Mr. Cotton”, uno de los recuerdos que me quedaron como herencia y legado del paso de mi padre por la tan épica época algodonera…

riopalo1962@gmail.com