Quien, leyendo el título de esta crónica, se anticipe a pensar que la misma tratará sobre los adelantos tecnológicos y el progreso social iniciados con la revolución industrial, está equivocado. No nos referiremos a la histórica relación hombre - máquina en sentido general y abstracto, no. Hoy hablaremos del especial y concreto vínculo que tuvo un hombre determinado con una máquina en particular.
El hombre del que nos ocupamos en esta crónica era menudo, flaco, chueco, blanco, lunarejo, con unos bigotitos chocos y menos poblados que los macollos de pelos negros que le salían invariablemente por la nariz. Andaba siempre enchinelado, siempre con el pelo desaliñado y lleno del polvillo de la cosecha de turno, sea arroz o soya, soya o arroz, a veces sorgo, y trigo, una que otra vez. El hombre, muy humilde, andaba siempre sonriente y de buen humor, excepto las muy raras ocasiones en que le venían sus enojos ‘light’, −una especie de rabia ligera, incapaz de afectar siquiera a un mosquito−, y la infaltable sonrisa de su cara ya no era tan amplia ni evidente.
Cuando no estaba abajo, en el suelo, con la máquina apagada o funcionando en ralentí, resolviendo problemas a martillazos y a precisos movimientos de llaves chinas, argentinas y alemanas, el hombre estaba arriba, operando a tres metros del suelo, sentado en su sillón de mando, bajo un raído y desteñido toldo, dueño de sus palancas, pedales y volante −dueño también de su galón con agua y su machete−, dominando el panorama, divisando hasta el horizonte, determinando el ancho de las melgas, calculando el corte necesario para completar la tolva, estimando el recorte faltante para llenar la chata, teniendo cuidado de no atropellar una tapa de petos en el cordón vecino…
La máquina, su mejor amiga, de un color amarillo despintado, con partes peladas de color metálico, carraspeaba, tosía, vibraba, se movía de un lado para otro, se zarandeaba, parecía que ya iba a desarmarse, a destartalarse ante la mirada mitad-pánico-mitad-esperanza de sus pobres propietarios.
La máquina, un raro ente con voluntad propia, un animal de aspecto antediluviano, una mezcla de nave espacial con dinosaurio terrestre, carraspeaba, se quejaba, chirriaba con sonidos metálicos y olor de combustibles y lubricantes fósiles, propios del centro de la tierra, mientras sus punta-de-ejes se resentían del esfuerzo y se turnaban para no romperse al unísono, sus zarandas se meneaban acompasadamente, su chimango se ponía erecto, como viril miembro mecánico, su motor Mercedes se encabritaba, su caja de cambios se engranaba a saltos, y su molinete, ávido de tallos, de ramas, de hojas, vainas y espigas, giraba sobre su propio eje para empujar las plantas a su garganta.
La máquina era toda una vieja fábrica de fierros ordenados y en sincronía: cabezal, caracol, cuchillas, dientes, dedos retráctiles, cóncavo, cilindro de barras, cintas y cadenas transportadoras para llenar tolvas y tolvas de granos despicados. La máquina era una sinfónica de latas, rodamientos, engranajes, correas grandes, medianas y chicas, todo con una seriedad que no podían disimular ni el variador de velocidad, ni el vergonzoso y coqueto desgonce de sus pequeñas ruedas traseras.
Ambos, el hombre y la máquina, se entendían muy bien, y no vivían el uno sin la otra, ni la otra sin el uno. Si la una se empacaba, el otro se empeñaba en desempacarla, pues la quería siempre activa, siempre altiva, siempre viva. Si el uno se enfermaba, la otra se ponía triste y esperaba paciente el retorno de su amigo. La máquina y el hombre eran mutuamente dependientes, vivían en simbiosis, en relación de interés recíproco, pues de su trabajo en tándem, en equipo, dependía que ambos estén bien, bien aceitados ambos.
El hombre tenía el feliz nombre de Felicindo Quispe, y la máquina era una Sperry New Holland 1530, comprada con dificultades y con plazo en 1977. El hombre debe andar por ahí, seguramente aún con la sonrisa a flor de labios, seguramente al mando de alguna máquina moderna, con todo electrónico, hidráulico y refrigerado. La máquina, maravilla de la mecánica, lamentablemente tuvo que ir a parar en manos de alguien que no la merecía, que enturbió una amistad de muchos años y se burló de la memoria del dueño y de su viuda…
Pero esa ya es otra historia, que es preferible no recordar para no manchar la memoria del hombre bueno, el muy afectuoso y paciente Felicindo, ni de su inseparable amiga, la amarillita, la leve gallareta de los arrozales del norte cruceño…
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