Tomada a fines de los
ochenta, en las cercanías de Santa Rosa de la Mina, por Willy Kenning, mi primo
hermano, la foto de la cabecera refleja algunas de las facetas más atractivas
del campo cruceño: Una casa amplia, fresca y acogedora, que invita a pasar y
quedarse; un frondoso y, en este caso, flamboyante árbol presidiendo el ornato
y el paisaje; un patio limpio, plano, y pleno de frutales, extendiéndose hasta
el monte; y la gente de campo, entre tímida y curiosa, siempre amable y
hospitalaria, asomándose con un guarapo a recibir al viajero.
¡Ah!, cuántas tertulias
ocurren en los aleros y punillas de estas humildes casas, nuestros pahuichis,
cuántas ilusiones se tejen a su sombra, cuántas pasiones sudorosas encuentran
su sosiego y saciedad en ellas.
Pero la vida en el campo
no está hecha solo de sombra y agua fresca. Afuera, a la intemperie, el sol
abraza y quema, las lluvias torrenciales lo inundan todo, las víboras y tábanos
acosan constantemente al hombre de campo y sus animales. Las plagas acechan los cultivos, San
Pedro con frecuencia se empeña en contradecir los pronósticos, y los infernales
caminos ponen a prueba hasta al más bragado de los hombres. Los precios del mercado no devuelven, a
veces, ni los gastos; la vaca salió machorra, la puerca no pare y, de yapa, las
gallinas no ponen; se quema, sin quererlo, el cañaveral; se embroman al mismo
tiempo el camión, el tractor y la chata; la luna no sirve hoy ni para cortar
madera ni para pescar.
La vida del campo es
intensa. Los paisajes y parajes son idílicos, ni duda cabe, pero hay que tener los
pantalones bien puestos para irse al campo a pintarlos.