domingo, 26 de mayo de 2013

SERMÓN SEREBÓ

Internacionalmente se nos conoce como los de la ISSCT, la International Society of Sugar Cane Technologists, a nivel de América Latina como los de ATALAC, Asociación de Técnicos Azucareros de Latinoamérica y el Caribe, y a nivel nacional como los de ATACBOL, Asociación de Técnicos de la Agroindustria Cañera de Bolivia.  El mejor nombre es el nuestro, el local, pues da verdadero valor a la caña de azúcar, que es la materia prima de la cual se obtiene no solo azúcar.

No soy tan viejo, pero ya hace 22 años que tuve el honor de presidir el comité organizador del Primer Encuentro de Técnicos de la Agroindustria Cañera Boliviana y además, tuve la honra de quedar elegido entre los cinco miembros de su primera directiva.  No soy tan joven, tampoco, pero aún recuerdo nuestras discusiones respecto al nombre de nuestra naciente institución, y los argumentos esgrimidos para no llamarnos asociación de técnicos o tecnólogos azucareros, pues la industria ya entonces era más que azúcar.

De todas maneras, con cualquier nombre institucional, sea nuestro ámbito global, regional o nacional, somos lo mismo. Somos lo mismo pero somos distintos, no solo por el nombre o la jurisdicción geográfica sino, sobre todo, y lo digo por primera vez, por el diferente nivel de conciencia de clase profesional que tenemos sus distintos miembros si nos comparamos con los técnicos del exterior.

Unos organizamos simposios, otros encuentros, otros congresos, todos participamos de los eventos con ganas de aprender cosas nuevas, de ver trabajos de campo diferentes, de rever a los colegas, de echarle el ojo a las azafatas, y si es con viaje al exterior, —no lo neguemos— de tirar algunas canas al aire, si se presenta la oportunidad.  En eso, somos casi todos iguales, en lo que diferimos, reitero, es en el nivel de conciencia de clase técnica o profesional.

Somos muy parecidos, nos une la caña de azúcar, nos une nuestra proveniencia de ingenios azucareros y alcoholeros, de gremios productores de caña, de centros de investigación, de ejercicio profesional independiente, de casas comerciales especializadas, pero nos separa, nos diferencia, repito,  la falta de conciencia de clase especializada.

Crecimos todos, o la mayoría, en medio de cañaverales, de cañales, cañamelares o cañaduzales, —según quien lo diga—, nos desarrollamos chupando caña, algunos machucándolas en los postes de los alambrados, o en el borde del corredor, o en la bomba de agua, o en la esquina del romeplow, otros pelándolas prolijamente a machete y cortándolas en blancos cañotos, otros quebrándolas en la rodilla y luego trapicheándolas, como hace el zorro, para recoger su jugo en la boca, la camisa y la barriga.  En eso también somos muy parecidos, en lo que nos diferenciamos, lo vuelvo a decir, es en el nivel de conciencia de la clase profesional, técnica y científica a la que pertenecemos.

Todos, o la mayoría, hemos tenido alegrías y dolores de cabeza con la caña de azúcar y su proceso, sabemos lo que es haber correteado para apagar lotes que se estaban quemando, o para apurar la entrega de la caña una vez que se quemaron, nomás, los tablones.

Todos, unos más que otros, hemos renegado con la Diatraea —que no es la diarrea—, y el picudo, o con el salivazo, o con el gusano blanco, o con todos a la vez.

O nos hemos impacientado con parejas de malezas como la Rogelia y el maicillo, la bremura y el cebollín, la terrace tapu y  el chiori, para las que, a falta de carpida o cultivada, hemos tenido que preparar bombas de herbicidas.

Cualquiera de nosotros en más de una ocasión, seguramente, se ha metido en tablones pavimentados con el mosaico producido por el virus del mosaico de la caña de azúcar, oxidados con la herrumbre pulverulenta de la roya, carbonizados con los látigos negros y amenazantes del carbón, o con cañas flacuchentas y desalentadas por el raquitismo de las socas.

Todos nos hemos enojado alguna vez con el surco pandingo o mal tapado, o con el corte alto, como a caballo, que pierde en el  corte —dejando kilómetros de caña en el chaco—, y en el rebrote —que será imperfecto. 

Todos hemos entrado alguna vez a un cañaveral con la aprensión y el recelo de toparnos con una víbora, o con el cuidado de no pisar un tigre, esos amorfos bultos overos de colores amarillo y café oscuro que los trabajadores de campo suelen dejar como pringajoso y oloroso recuerdo en los primeros metros del entresurco de los cañales.

Todos, o casi todos, alguna vez nos hemos sentido frustrados con la sacarosa baja, o con la fibra altísima, o nos hemos alegrado con el rendimiento en hoja y nos hemos decepcionado con el rendimiento en la primera soca. 

Todos hemos perdido alguna vez la paciencia con las colas en los ingenios, o nos hemos descuidado con el estacionamiento en el campo y hemos perdido valiosos puntos de sacarosa por mala planificación. Como en lo anterior, en esto también los técnicos de la agroindustria cañera somos idénticos.

Algunos todavía tuvimos la oportunidad de ver trabajando los trapiches de palo y las mordazas, nos admiramos con la curvatura de los espequis, vimos hervir las pailas de metralla, manipulamos las espumaderas, conocimos el barreno, las hormas y petacas de azúcar, y nos pringamos hasta el jopo con el melao artesanal que se compraba en tinajitas de barro en las molienditas. En eso, seguramente, también nos parecemos.

Muchos nos hemos reído de esa variedad que algunos abuelos llamaban de tumbatoro cuando era una Coimbatore, o nos hemos confundido con la B37161 creyendo que era el número del carnet de identidad del capataz, o del contratista, o el número de la placa del Chevrolet.  La mayoría hemos conocido variedades como la Cayanna, la Java, la criolla, la listada, la morada, la Campos Brasil, la Canal Point, la Louisiana, la Norte Argentino, etc. Muchos nos hemos deleitado con la CB 38-22 y hemos fortalecido la dentadura con la NA 56-26, o nos la hemos aflojado con la RB 72-454. En esto nos parecemos mucho, pero diferimos, una vez más, en la conciencia sobre nuestro rol como técnicos.

Algunos tuvimos la suerte de conocer a los John Deere 720 —altos, zancudos, buenos para cultivar caña cuando esta ya estaba por cerrar, o cerrada—, o hemos conocido las chatitas metálicas con perfil en forma de trapecio con que se inició la industria, o nos hemos colgado de chatas Campra —azules—,  o Apache —amarillas—, para tironear las puntas más gruesas que sobresalían de los antiguos paquetes de caña larga y fresca que precedieron a la cosecha mecanizada de caña corta. Casi todos hemos conocido los juegos de cadenas y las hemos hecho un bollo para tirarlas de un solo envión a la carrocería de los camiones, para devolverlas al ingenio. En eso también nos parecemos mucho entre nosotros.

Quien más quien menos ha achacado al vecino —y lo que es peor, a la vecina de asiento o cabina—, al pasar por un ingenio y oler a jarubichi, en los tiempos en los que los ingenios olían a jarubichi y nos regalaban toneladas de hollín como para no sacar en esos días las camisas y sábanas blancas a secar al sol. Otros somos tan militantes de nuestra agroindustria que hasta al caldo de caña le ponemos azúcar mientras que, por otra parte, algunos hemos sido tan exagerados con nuestras dietas que al jugo de caña le ponemos edulcorante. En eso somos igualitos.

Varios de los que estamos aquí hemos ido muchas veces a la Fiesta de la Caña, hemos tendido nuestras camisas para que las pisen las candidatas a reina, hemos bailado con Pavichi y hemos salido con varias botellas de cerveza entre pecho y espalda, dando tumbos más de una vez.  Varios hemos elegido reinas pero no nos sentimos reyes de ninguna aristocracia que vaya más allá de la pertenencia y el afecto por el ingenio, el barrio, la asociación, la federación, la cooperativa o la ciudad.

Sin aspavientos, entre gente común, hemos sido una realeza de parroquia, de arrabal, de chaco, de haciendas normales, de un tractor, un arado, una rastra y tres chatas.  Hemos sido una realeza de sueños, de ilusiones, de mucho trabajo, de sol a sol, hemos sido reyes sin reino, a pesar de lo que digan los que no le saben al baile.

Algunos de los que están aquí son miembros dudosos de esa sacarocracia incierta que solo ven los sociólogos trasnochados pues, en Bolivia, las tradicionales familias cañero-azucareras nunca alcanzaron estatus de aristocracia como lo hicieron en el Caribe, principalmente Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, o en Centroamérica, o en Brasil, Argentina y Colombia.  Y con todo esto, igual nos parecemos entre todos los locales.

Pero aquí empiezan también nuestras diferencias con los de afuera, donde sí hubo sacarocracia y, por tanto, se creó conciencia de clase, tanto social como técnica. Y por eso, entre otros factores, sus industrias crecieron comparativamente más que la nuestra, prueba irrefutable de que las élites son necesarias pues engendran y son parte de la conciencia de clase que se identifica con un recurso —la agroindustria cañera, en nuestro caso—, y la entienden hasta dominarla y sentirla suya, hasta hacer carne en ella, y la llevan a estratos superiores de productividad, de prestigio, de orgullo y de identidad.

Lo dicho es también prueba de que nosotros, los aquí presentes, necesitamos y tenemos condiciones para erigirnos como élite del sector, y que el elitismo no tiene nada que ver con la sangre real o aristocrática, ni con la burguesía o las oligarquías que ven los acomplejados burros subidos al corredor, sino con el conocimiento y el trabajo, con el haber elegido un rubro diferente en el que somos los que más sabemos y podemos aportar, y en el que los otros, los que quieren legislar al respecto,  al respecto no saben nada.

Pero, volviendo al tema, en lo que más nos distinguimos de los colegas del exterior, sin embargo, es en el nivel de conciencia que los técnicos de la agroindustria cañera boliviana hemos alcanzado respecto a nuestro rol técnico y político, que es aún muy bajo. 

En otros países, los técnicos de la agroindustria cañera son más tenidos en cuenta, son consultados y escuchados, de ellos se espera la información que ayude y fundamente la toma de decisiones políticas.  De políticas técnicas, industriales, comerciales, ambientales y sociales, porque ellos son los que saben, y porque ellos también lo hacen saber a la sociedad.

Nosotros, los locales, casi no tenemos voz. Pasa este evento y cada cual vuelve a lo suyo, a producir, y en el ajetreo del día a día nos olvidamos de nuestro rol social de generadores y orientadores de opinión sobre nuestra especialidad, con datos y criterio técnico.  Si no nos llaman, cosa que siempre sucede, no vamos, ni mandamos decir, no nos hacemos notar en el ámbito técnico político en el que somos tan necesarios.

Dejamos que otros decidan, sin consultarnos, sin saber del tema, a 1000 km de distancia y a 3600 m de altura, una altura con bajezas, y por eso la cosa va de mal en peor.  Por eso se crean leyes y decretos desubicados, orientados más a dividirnos que a resolver problemas técnicos, sociales o ambientales con los que nuestra agroindustria pueda florecer, alimentar, energizar, electrificar y movilizar mil años más a nuestra región y a nuestro país.

Menos mal que la caña de azúcar es noble y por cuarto siglo consecutivo sigue siendo el cultivo del futuro, cada vez con más propiedades, con subproductos y derivados nuevos, con nuevas funciones y perspectivas. Menos mal que la noble sacarífera nos da tiempo de reivindicarnos,  y todavía estamos a tiempo —seguimos a tiempo—, para hacer escuchar nuestra voz.

Estas reuniones o simposios son ocasión para el intercambio técnico y social, pero también deberían ser oportunidad para darnos cuenta de nuestro rol técnico mayor: el de orientar a los políticos y politiqueros —los tomadores de decisión—, la mayoría de los cuales no le entiende al mambo. 

Ojalá que esta reflexión, dicha seriamente con humor, o humorísticamente con seriedad —pero nunca con solemnidad—, llegue como un campanazo que despierte nuestra conciencia de clase técnica y social.  ¡Gracias!

riopalo1962@gmail.com