domingo, 30 de diciembre de 2012

CUARENTA Y DIEZ CUMPLIDOS: AUTORRETRATO

Supongo que ser el que mantiene, el que sostiene, y el que escribe lo que contiene este establog me da algunos privilegios. Cumplo años hoy, los que indica el título y, como me estoy volviendo autoritario, me tomo la libertad de usar el establog para publicar un largo pero incompleto autorretrato que acabo de escribir.

Empecemos por escudriñar mi desastrosa anatomía, de arriba para abajo, y bajemos hasta el piso, que se encuentra 176,5 cm más debajo de mi coronilla, descalzo y con el pelo recién cortado, sin mañas de ninguna clase.

El pelo es, evidentemente, lo primero que se encuentra en esta imagen de puerco entero. Y efectivamente, el pelo es medio de chancho, grueso, duro, y erecto, aunque he notado que se me ha suavizado un poco, quizás por la tunda adelgazante del champú de todas las mañanas.  No tengo el pelo de mi padre y no voy a ser totalmente calvo, heredé el pelo de mi madre, tupido y abundante, y tengo de esas patillas que se encrespan después de la siesta y que se han blanqueado a lo vallegrandino, aunque ya el resto, poco a poco, se va emparejando. La frente es de tamaño normal y las entradas no son aún muy pronunciadas, pero ya quedó destapada lo que queda de una cicatriz de la infancia.  No hay arrugas permanentes, pero aparecen surcos verticales cortos ocasionalmente cuando molesta el sol o, cuando frunzo el ceño, farsante, y me pongo en actitud de pensador pensante.

Las cejas muy pobladas y desordenadas, casi juntas por un corredor semi-poblado, bajan en los costados hasta la línea inferior de los ojos y ahí se detienen, justo a la altura de los pómulos. De ellas sobresalen pelos largos que se enroscan formando círculos y rulos, tal como imagino que son las cejas del diablo.  No se distinguen ni se dibujan mucho porque están muy cerca de las pestañas, con las que se confunden en una sola maraña. Las cejas aprendieron a subir o bajar, una por una y juntas, y lo hacen cuando yo, que soy el dueño, les ordeno hacerlo para saludar muy efusivamente a alguien, o para jugar de caras y habilidades faciales con mis hijos.  Inmediatamente arriba de la ceja izquierda luzco una cicatriz reciente, de cinco puntos, resultado de un porrazo absurdo y el cabezazo al suelo de una cancha de cemento, por desobedecer las instrucciones de no hacer deportes  de piques cortos.

La barba, generalmente descuidada, de dos a tres días de crecimiento, tupida, gruesa y dura, como de alambre o nylon,  veteada con predominio del blanco, amenaza unirse con las cejas, por arriba, y con el pelo del pecho, por abajo…hay que detenerla a punta de Mach III, dejar una pampa rasa antes del más bien poco espeso bosque pectoral, también canoso.

Las orejas peludas como las del hombre lobo tienen proporción armónica con el resto de la cara.  No se han crecido con la edad, sin embargo, ni siquiera para ayudar a captar los sonidos de mi sordera aguda, crónica y creciente…esa que hace que alguna gente me pierda la paciencia y me trate como a un opa.

Los ojos, la nariz y la boca siguen como siempre: La mirada triste de color castaño oscuro, antepuesta por lentes impuestos desde que cumplí los treinta y diez, la nariz con leve lomo y pronunciado respingue, que me nace casi en la nuca, como dijo una vez una amiga,   desviada por un golpe, parece no querer oler aromas del lado izquierdo, y aún así ha sido tomada como modelo del bebé que ha idealizado y quiere esperar otra amiga...  Sus pelos, la mayoría blancos, hay que domarlos para que no espíen por las ventanas. La boca con su lunar sospechoso en el labio superior, es pequeña, y últimamente se ha vuelto muy sensible a las inclemencias del tiempo, ya sean los surazos o los soles que acompañan a los aguarayados sures de Guayará, y vive un poco reventada y costrosa. Los dientes grandes, sobre todo las dos palas centrales, que parecen de conejos, y ya están amarilleados por el tabaco, que acabo de dejar por enésima vez. El mentón, cortado por el tradicional tajo del jajo de los niños, es chiclán, irregular, asimétrico, acompañando la curva de la nariz hacia la derecha.  La cara en general, pues, es medio derechista, qué le vamos a hacer...

La papada ya no desaparece, es permanente, pero por temporadas es un poco menos pronunciada. Parece a ratos la de una iguana, pero no alcanza sus proporciones ni alcanza el estilo de la que tenía Juan XXIII, Papa con papada que en su papado fue quien debió dar origen a la palabra –además de alguna que otra célebre encíclica.  En momentos he llegado a parecer un muñeco de nieve, no solo por el color y la panza, sino sobre todo por la falta de cuello visible.

La espalda preside la vista trasera, que no conozco y que, por lo tanto, se describe en un solo párrafo.  Amplias y trapezoidales –bueno nomás el lomo–, estrellado de pecas,  la cicatriz de una bola de grasa del tamaño de un bolondrón que me sacaron hace unos diez años, y con un mechón de pelo ancestral,  heredado de papá mono,  que converge hacia donde la columna cambia de nombre.  Una llanta que demoró en llegar pero ahora no se quiere ir ni con ula-ula y se ve principalmente de los costados. Las nalgas, las corvas y los talones sin gracia alguna y, junto con la espalda, son un conjunto que solo tiene utilidad como vista trasera cuando uno se va a la ducha.

Las tetas, esas sí, se están descolgando, señal de que en su lugar un día hubieron pechos que se formaron a punta de barras paralelas, cuando uno se dormía sacando paleta y haciendo sacapechos. 

La barriga, presidida por un ombligo bien diseñado que adorna su cúspide, está todavía templada, sobre todo cuando estoy en pie, y como dijo una tercera amiga, es de tipo ecológica, pues le da sombra al pájaro. Los pliegues de la barriga aparecen cuando me siento, y ahí es cuando  mejor lucen su parte negativa, pues dificultan de modo extremo ponerme los calcetines y amarrar los zapatos, operación para la cual hay que buscar a dónde subir el pie al que le toca el nudo corbata, y por lo cual los mocasines se han convertido en pieza insustituible de mi vestuario. Los pliegues en realidad son solo una forma de decir pues es solo uno, un pliegue, en singular, y no va en camino a multiplicarse ni asemejarse a los de Buda, ni por lo cetrino de su tono ni por lo numeroso de los dobleces de la piel.

La barriga presenta una particularidad que puede ser útil en el momento de la autopsia, si me atropellan por ahí, o para que mi cadáver sea reconocido, si me roban la documentación. Tengo una cicatriz a la altura de la boca del estómago, un poco hacia la izquierda, justo donde empieza la parte externa de la elipse de la panza. La cicatriz, dicho sea de paso, me la gané en una guerra de barrio, queriendo atropellar y soltar un bejuco cuando me batía en retirada acosado por los bolazos y mangazos de los vecinos de la vuelta en esa batalla particular: el bejuco había estado ocultando una hebra de alambre de púas que mi empecinada estampida no pudo soltar.

Los brazos velludos, como con una chompa de lana, bien proporcionados, codo de tenista, como si hubiesen raqueteado más de lo poco que lo hicieron. Los sobacos silenciosos, silenciados por la alfombra de pelos que tapa los numerosos quirichices verrugosos que surgieron como hongos, los codos no muy pelados, las manos medianas, venosas, enchompadas hasta donde empiezan los dedos, los dedos digitales, uno de ellos torcido por una inesperada pelota de básquet, y las uñas roídas hasta el tronco y hasta el cansancio.

La zona erógena principal, la pichula y las talegas gallegas, aparece pixelada, cubierta con una mancha grande, suficiente para tapar todo en esta crónica apta para todas las edades.  Suficiente decir que se encogen y descuelgan, pero también se siguen enardeciendo y llenando de vida al menor roce con una piel femenina, al mandato irrefutable de la imaginación, y a la furtiva visión de la carne sutilmente expuesta en la habitación, en la calle y en la tele.  Para decirlo en camba: el cuerpo se le hace a uno chicó, a veces, pero también se le hace grandó, sobre todo al paso de alguna pelada en minifalda y miniblusa.

Como ha sido siempre y sigue siendo hoy en día, el comando se activa y la función hidráulica opera de inmediato, al toque, a partir de la visión directa de las protuberancias traseras, que son las preferidas, las piernas torneadas tirando a gruesas, los morocos proporcionales, los pies finos y curveados y la piel morena o por lo menos tostada de la morena.  No se activa mucho la función, sin embargo, a la visión desafiante de senos abundantes y desbordados, y menos aún ante la tragedia de las tetas descolgadas.

Las ya mencionadas talegas, es decir las bolivianas o dindirindongos, bien puestas, en su sitio, se esmeran por no quedar ahorcadas y sofocadas por la presión de los muslos gordos y los calzoncillos apretados, cosa a la que se contribuye positivamente con el uso de calzones tipo bóxer, de colores sólidos, o a rayas, con lunares, corazones y ajíes coloridos y picantes, según requiera la ocasión.

En la parte posterior de la zona borrosa, los glúteos se presentan con hoyuelos, según me dicen, o con los cachetes hundidos, según quien lo diga, y más parecen las nalgas de un perro que los jamones de un cochino. No obstante, se me suele acusar de cochino cuando del mustio orificio central se escapan algunos gases de efecto duradero, esos que producen cambios climáticos debajo de las sábanas.

Saliendo ya de la zona pixelada, las piernas son delgadas y el tobillo casi agudo, como el de un equilibrista, lo que no impide la presencia de várices púrpuras viboreando como sabañones en la región posterior. Todavía no se me han pelado las piernas, que siguen boscosas, y que siguen provocando el comentario que una vez que me vio en bermudas me hizo la cuarta amiga que se nombra en esta crónica: “si así son las provincias, cómo será la capital”.

Los pies, ya llegando al suelo, no tienen ninguna particularidad aparte de su blancura casi nívea y sus champiñones de temporada.

Todo lo nombrado anteriormente está normalmente cubierto por ropa sobria y clásica, nada visible que sea muy colorido ni estampado –prohibido todo lo que no tenga mangas, y proscritas las bermudas enormes, fundilludas y anchas, que lo hacen parecer a uno más zonzo de lo que es.  Para los pies, zapatos de color marrón. Tengo quince pares, solo dos pares negros, entre 41 y 42 de talla, según la procedencia. En realidad mi medida es entre 40,5 y 41. Algunos de mis zapatos ya tienen quince o más años de existencia, y el más nuevo unos dos. La mayoría son viejos pero dignos, y se resisten a ser llevados a la bolsa de la basura o a ser donados de la misma forma que de tanto en tanto ocurre con mis camisas y pantalones, que me hubiesen podido durar quince años más si no se me hubiese crecido la panza, o si no me hubiese dado flojera ir a la costurera a que les cambie de lado el cuello y les devuelva los botones caídos en batalla.

De las ideas no decimos nada, no hay para qué hacerlo, para eso están los tres libros publicados, los casi cuatro años de crónicas dominicales en El Deber, y el establog semanal, además de artículos sueltos por diversos lados. Pero no podemos dejar de afirmar que las mismas, las ideas, provienen de un enmarañado de cables cerebrales, algunos de los cuales deben estar pelados. Del apego y el desapego, de los éxitos y fracasos en la agropecuaria ya lo dijimos todo en la entrega de la semana pasada, y no hay para qué repetir nada.

Del genio tampoco decimos nada, pues generalmente no estamos con buen genio como para hacerlo. Podemos sí, hablar de la memoria, que se escurre con un rumbo que parece dirigirse al mar de Alzheimer…Podemos hablar sí, del apetito, que se come y se bebe todo lo que pilla a su paso, mientras más grasoso mejor, mientras más fritura mejor, mientras más comida japonesa mejor, pero siempre con un par de huevos fritos y con el kétchup a la mano...Claro que eso está cambiando un poco a partir de un aviso que me mandó el cucharón, al parecer cansado de tanto ir a la fuente. Del apetito sexual ya hemos ofrecido unas pinceladas en la zona pixelada…

Podemos hablar, sí, del corazón, que a pesar del infarto de miocardio se mantiene fuerte y firme, dispuesto a salir a trapichear un parque cinco días a la semana, de 05:45 a 06:15, en la mañana, cuando la luz y el aire del verano todavía están sin estrenar.  Pero el corazón no solo sirve para bombear, también sirve para querer, se esmera por aprender a amar y aún abriga esperanzas de ser amado.  Dos hijos, varón y mujercita, y una mujer, son los que me tienen que querer y aguantar, pero sobre todo a quienes yo debo querer, por el resto de mis días.

Por eso escribo, para expresar amor y para que se me quiera un poco más.  Por eso hago esta especie de identikit, de retrato hablado –más bien escrito–, para no olvidarme de cómo era yo antes de las fotos y antes de que el engaño artero e inclemente del ‘photoshop’, el de la cirugía plástica, de la metáfora literaria o del exorcismo que expulse mis demonios se atrevan a retocarme.

Por eso escribo, antes de que solo me quede un soplo de inspiración para elegir un epitafio de la lista de mensajes finales propios que ya tengo preparada…y para cuyo uso labrado en mármol espero que falten por lo menos otros cuarenta y diez años más.

riopalo1962@yahoo.com