domingo, 25 de noviembre de 2012

DESTINO IMPREVISIBLE

Seguimos hoy la estela de lo publicado la semana pasada y, hablando de la imprevisibilidad de la que hicieron gala de bolivianos puros en el frial y churrasquería que sacamos a bailar en público en la crónica anterior, nos metemos a explorar la posibilidad de aprovechar lo imprevisible como atractivo para el turismo.

Sí, eso mismo: siendo que  nuestro país es el campeón de la imprevisibilidad, ¿no será que es una buena idea asumirlo oficialmente y vendernos ante sociedades más ordenadas y previsibles como el destino turístico de sus sueños?

Admitámoslo de entrada: los que vivimos en el reino del desorden, unos más que otros, vivimos renegando, unos más que otros, abominamos el exceso de desorganización, unos más que otros, detestamos las arbitrariedades, unos más que otros, odiamos el caos, unos más que otros, hallamos insufrible la suciedad, la mala imagen y el mal olor, unos más que otros, consideramos insoportable la falta de autoridad y el exceso de anomia, unos más que otros, vivimos estupefactos por el cinismo extremo de la informalidad, de los que bloquean, invaden, traban, joroban y joden la pita, unos más que otros, y observamos apenados, tristes, cabizbajos, cariacontecidos, patidifusos y con ganas de irnos, que los burros se hayan subido al corredor, unos más que otros.

Pero observamos también que los que viven en el reino del orden ya están aburridos de hacerlo, hartos de que nunca les pase nada que no estuviera previsto, de que existan y se respeten las reglas, de que los procedimientos para lo habitual estén establecidos y se cumplan e, inclusive, de que cada circunstancia adversa, por muy impensada que esta fuere, tenga ya una solución prevista y escrita en algún protocolo o manual.  

En la vieja Suiza, por ejemplo, donde los trenes llegan puntuales, donde las autoridades son correctas, donde no hay pretextos ni excusas, ni tiene valor el ‘fueque’, donde los mozos de restaurante son prolijos –aunque arrogantes y maleducados con los sudacas–, donde los taxis y taxistas, los micros y micreros (tranvías y tranvieros, quiero decir) son limpios, dignos, sin cumbia villera, donde los edificios públicos son decentes, ordenados, con orgullo nacional, donde las carreteras son bien cuidadas, donde ya deben estar hartos de tanta previsibilidad, de tanta normalidad y de tanto orden, sus ciudadanos ya no quieren más ver praderas limpias, de postal, como si allí las vacas no tuvieran un metabolismo que culminara con la expulsión del jumbacá, sin salpicarse siquiera los tobillos.

Bolivia podría ofrecerle a estos pobres señores paisajes llenos de bolsas plásticas, la aventura de surfear o hacer zigzag y trasbordo por carreteras bloqueadas, de esquivar dinamitazos en las calles, de conocer el estimulante escenario del amanecer en las chicherías, de participar en congresos de pandillas, de andar con droga sobre el asiento del pasajero, de comprar en mercados exclusivos de cosas robadas, de visitar cárceles en las que mandan los presos y la plata, de ser llevados ante jueces pintadas y vestidas como prostitutas y abogados con las guayaberas metidas en los pantalones.

Bolivia podría ofrecerse, pues, como destino de aventura extrema donde lo único previsible sería la imprevisibilidad anticipada por la publicidad: “Visite Bolivia, tierra de lo impredecible”, “Venga a Bolivia y sea sorprendido”, “Sorpresas y Bolivia, un destino común”, todo lo demás sería espontáneo, súbito, inesperado.

Acá no tendríamos que hacer nada, simplemente seguir viviendo como siempre, sin necesidad de esforzarnos en mejorar.  Nada de cambios, ya que si queremos cambiar las cosas arruinamos el negocio, si nos componemos la embarramos, tendríamos que seguir igualitos, improvisando todo, desordenados, caóticos, cambiando el rumbo según comande la calle, siempre para peor.

Tendríamos que persistir disciplinadamente en la falta de carne y huevos en las churrasquerías, en el concepto de que la autoridad no es un servidor sino alguien que nos hace un favor, en la idea de que todo lo que nos estorba en el auto hay que tirarlo a la calle, de que las leyes son para violarlas o manipularlas, de que los pacos deben ser desaliñados y petacudos. Seguir creyendo que los mercados deben ser sucios y pestilentes, que las calles son para los autos y los peatones para su casa, que las señales de tránsito, donde las hay, son adornos del paisaje. Tendríamos que insistir, en suma, en comportarnos precisamente como un paisaje y no como un país, como un paisanaje y no como una nación ordenada y próspera.

Mejoran los índices económicos pero no peligra nuestro estatus de paisaje desordenado y folklórico, de manera que no hay riesgo de que otro país del continente se nos ponga adelante para atraer el turismo de lo imprevisible. Algún país africano, quizás, pero el turismo alcanza para todos, y con una parte de los gringos hastiados del orden ya nos sería suficiente.   

Se puede, pues, hacer del turismo una de nuestras más importantes fuentes de ingreso. Sigamos como somos, que vamos bien. Aunque, como dijo Mark Twain: “Todas las generalizaciones son falsas…, y esta también”.

riopalo1962@gmail.com