domingo, 28 de abril de 2013

LIBROS ENFERMOS

En mis tiempos de fitopatólogo, tan remotos ya como las calendas romanas,  —llegué inclusive a dictar la cátedra en el Instituto Superior de Agropecuaria de Muyurina, y elaboré para dicho centro de estudios un texto a la medida sobre la materia—, adquirí algunos libros especializados. 

No era nada fácil hacerlo pues las librerías locales no ofrecían, literalmente, nada, así que debía yo manejarme por otras rutas. Recuerdo que los compraba en mis viajes al exterior, que ocurrían por trabajo por lo menos una vez al año, o los encargaba por correo —gran sufrimiento e incertidumbre de por medio—, a partir de su selección en catálogos que de vez en cuando, y de las formas más inverosímiles, llegaban a mis manos.

Debo tener una veintena de libros sobre fitopatología, desde Agrios hasta Galli, desde Harrar hasta Sivanesan y Walker, hasta Van del Plank, pero no tengo ya el que más quiero tener y que creo que presté, desaprensivamente, o quizás inclusive regalé, irresponsablemente, cuando pensaba que ya no me dedicaría más al tema y que prestándolo o regalándolo a alguien que lo siguiera ocupando, podía darle más utilidad al libro.

Ese debe ser el único de mis libros que se encuentra sano. Porque están enfermos todos mis otros libros de fitopatología.  Los aqueja un ataque de abandono cuyos síntomas principales son el color amarillo, cetrino, de su semblante, su piel reseca, quebradiza, sus junturas descosidas, descosturadas, el aspecto desprolijo, desaliñado, en algunos casos, con partes fuera de lugar, destartalado, con polvo por cada rincón y arena en el corazón —como los hombres que se suicidan con cianuro por amor—, y hongos en los pulmones, lo que les da una respiración ruidosa, tormentosa, o de un silencio aterciopelado —como amortecido por una alfombra—, transmitiendo un aroma mohoso, con olor a pujusó.  

Tienen cara de tristeza mis libros de fitopatología, y me miran desde su rincón, el menos privilegiado de mi estantería, cercano al piso, a la altura de mis canillas, lejos de mi mirada de hombre erguido e inquisidor.  No los veo y, por tanto, parecen no existir.  La señora que hace la limpieza se los encuentra más a menudo que yo y tampoco les da bola, el polvo se apodera de ellos, ha tomado sus páginas y se ha ensañado con su lomo de libros en pie.

No son enfermedades del grupo uno —las que afectan los tejidos embrionarios de las semillas o los tejidos blandos de los frutos—, sin embargo, las que aquejan a mis libros de fitopatología. Ni son las del grupo dos, que producen daños en los ‘seedlings’ o plántulas —tipo ‘damping-off’—, las que me los tienen enfermos. Tampoco se trata de las enfermedades del grupo tres —las pudriciones de raíces—,  de tan difícil control.

Creo, más bien, que se trata de enfermedades del grupo cuatro, las enfermedades vasculares o marchiteces, provocadas por patógenos que dificultan el transporte ascendente de agua y elementos minerales, agravadas por otras enfermedades del grupo cinco, que interfieren el proceso de fotosíntesis, y tienen a mis libros amarillentos, con manchas y estructuras pulverulentas sobre la superficie foliar.

Pero son resistentes y fieles, sin embargo, mis libros de fitopatología, y no morirán. No hará falta el ‘roguing’,  ni tratamientos de shock, ni inmersiones en agua caliente, por dos horas, a 50,5 °C, ni el uso de terapias químicas.

Son fieles, como esos perros que le menean siempre a uno la cola cuando llega a casa, y saben que para mí son un tesoro que no reemplaza toda la ciencia fitopatológica que se encuentra en Internet.  Son de variedad resistente y ni la constante mutación, ni la cada vez mayor virulencia que se cierne sobre ellos les podrá romper la resistencia genética, ni les podrá quebrar las tercas ganas de vivir.

Están enfermos, mis libros de fitopatología, padecen del mismo mal con el que diariamente se debate su antiguo lector, su antiguo doctor, pero —ellos sí—, no morirán jamás.

riopalo1962@gmail.com