lunes, 21 de mayo de 2012

ELOGIO A LA HAMACA

Confieso, Padre, que soy un fanático de la hamaca, casi una víctima indefensa de sus encantos. La conozco desde peladingo y puedo decir que me crié en una o varias de ellas, no porque se me haya hamacado para dormir la siesta siendo un bebé, sino porque en la galería de mi casa siempre hubieron unas tres hamacas permanentemente colgadas, listas y receptivas para pasar el tiempo, para recibir a las visitas, para hacer siestas a cualquier hora, para huirle al trabajo, para recuperar energías, para jugar, para hacer piruetas y para pelear con mis hermanos.

La hamaca es probablemente la institución que más influyó en mi conducta, es el lugar en el que lo aprendí todo…exceptuando lo que aprendí en el establo y atrás del galpón. Soy un especialista en hamacas: En una de ellas puedo dormir boca abajo, sin asfixiarme, puedo leer un libro entero, seducir con mis poses de estanciero rico, dominar el mundo leyendo el periódico, conquistar el universo paseando la vista por las estrellas, mirar novelas, noticias, partidos, películas, propagandas, todo a la vez en el zapping cotidiano de la tele, fumarme un cigarrillo, tomarme con estilo una taza de café, hacer el amor, hacer la guerra, hacer la paz y volver a hacer la guerra...

La hamaca es mi lugar preferido de cualquier casa. Su acompasado vaivén −va y viene, viene y va−, cortando el aire, haciendo crujir las argollas, adormeciéndome con su ruido y su movimiento pendular −va y viene, viene y va−, me hace entrar en un estado de trance, sosegarme y apaciguarme mientras recupero energías para volver a la diaria batalla.  La hamaca es mi sustrato preferido, el lugar elegido toda la vida para echarme mil siestas haciendo ronco-silbar el coto, que es para lo que fueron inventadas.

Las he estrenado, son sus colores intactos, sus flecos artesanales y su invencible olor a algodón. Las he soportado, con sus rombos y sus nudos en playas caribeñas. Las he sufrido, con el lomo expuesto al ataque inclemente de los mosquitos. Las he visto desteñirse, rasgarse, y las he disfrutado nuevecitas, desteñidas, parchadas y raídas. Las he visto vacías, cerradas, solas, flácidas en la portada del libro sobre un general y su laberinto, las he visto soportando a un hombre solo, mi padre, con su pucho, su dignidad y sus pensamientos. Las he visto abiertas y templadas, volando libres, pobladas de muchachos, siendo cómplice de su algarabía y sus alegres carcajadas.

Las he saltado con éxito en mi juvenil carrera con obstáculos, las he atrancado con firmeza en mi más prudente adultez, las he esquivado en su viaje de retorno de piruetas infantiles, me he engarzado en ellas y he caído estruendosamente a sus pies aún mareado de noches de juerga y excesos.

Las he visto cargando heridos y enfermos, inclusive cargando muertos, y, mucho antes de eso, sirviendo de camilla quirúrgica para devolver a su lugar la oreja colgante de un macho bien bragado que al sunchón y al cierre de cada punto bramaba como un trueno ¡carajo como duele esta mierda!

He sido acogido por ellas en tertulias de cabañas, en casas de parientes, de amigos, de enemigos, en galerías, dormitorios y punillas, y hasta en los aleros de un barco cruzando el Amazonas. Las he usado para colgarme de árboles a tres metros de altura en la impaciente espera del mamífero en mis escasas espías de pozas y fruteros, con la escopeta al lado, la linterna y el morral al costado, con cantimplora y cigarrillos, sin alcohol  ni coca,  con una mezcla de esperanza y miedo.

He vivido las hamacas de muchas maneras y la que más extraño es la de la silente yunta de la galería de mi casa paterna, de silencios largos, apenas interrumpidos con frases cortas precursoras de silencios nuevos, al lado de mi padre, sueño tras sueño, proyecto tras proyecto, pucho tras pucho. También extraño las hamacas de los tríos festivos de las noches de visita de mi tío, o de amigos cercanos acudiendo a la charla afectuosa y a la consoladora consulta con el sabio de la casa.

Hamacas que se han ido, que se fueron volando, que pasaron por mi vida y me marcaron para siempre, más que cualquier cosa, más que todo y más que nada. Pero este es un elogio y no una elegía a la hamaca, pues ella no ha muerto y, a pesar de la indiferencia que le tiene mucha gente hoy en día, la hamaca está muy viva.

Por eso es que, como le ocurrió al hombre de campo que me dio la vida, el día que yo caiga en cama será solo porque me han mandado a lavar la hamaca.

riopalo1962@gmail.com