miércoles, 27 de junio de 2012

RÍO+20

En esta columna nunca hemos pretendido, ni le hemos ofrecido al lector, hacer los análisis más sesudos ni las investigaciones más exhaustivas respecto a los temas que tratamos. No tenemos el tiempo ni la capacidad para hacerlo, por eso es que, tratando de no perder rigor técnico, abordamos los diferentes asuntos con cierta ligereza, desde la hamaca del establo, con el objetivo de informar al lector, proporcionarle temas de análisis, encaminarlo en investigaciones propias de mayor profundidad, y, sobre todo, ofrecerle lecturas que alternen de forma agradable con su problemática diaria de producir, que ya es bastante.

Abierto ya el paraguas previsor en el párrafo anterior, no podemos, sin embargo, dejar de tratar en el Establog la cumbre de Río+20. Ya quisiera yo que el tema versase sobre mis recuerdos de alguna escapada que hubiera hecho yo a Río de Janeiro cuando tenía 20 años menos que hoy.  Sería memorable, y hasta digno de compartir con mis lectores, pero lamentablemente no es así.  El tema de hoy no tiene nada que ver con playas, caipirinhas y mulatas sino con la aburrida aunque imprescindible problemática de la sostenibilidad de nuestra vida en el planeta.

Precisamente 20 años después de que personalmente iniciara mi profesionalización laboral en el tema de sostenibilidad, es oportuno decir que todavía, y a pesar de sus muchos vaivenes y malas experiencias, soy un defensor del desarrollo sostenible como única y mejor alternativa para la convivencia del hombre con la naturaleza.  Tal como lo es la democracia en el campo político, lo es el desarrollo sostenible en el campo económico y ambiental: son los mejores sistemas existentes y por los que hay que luchar decidida y definitivamente.
 
¿Será que en Río+20 se luchó decidida y definitivamente por la sostenibilidad? Por lo poco que hemos podido acompañar del evento, parece que, como ya es costumbre en estas cumbres, sí se lo hizo, pero a medias, con discusiones siempre vinculadas al dominio y al poder de unos sobre otros, con mucho cinismo y derroche, con disidencias y desacuerdos importantes, con decisiones apresuradas, de último momento, sin acuerdos vinculantes, con algunos retrocesos, sin financiamiento suficiente para lo acordado, sin verdadera oportunidad para la ciencia, con mucho ruido y pocas nueces.

Veamos a continuación algunas de las perlitas que nos dejaron los inefables turistas de la sostenibilidad con los que, a pesar de haberme codeado social y profesionalmente en algún momento de mi vida, cada vez estoy más a los codazos.

El documento aprobado por las 193 delegaciones presentes dejó en términos muy generales o vagos la definición del propio objeto del evento, la sostenibilidad.  No se definió, por ejemplo, lo que es sostenible en agricultura y, por tanto, no quedaron establecidas qué prácticas agrícolas podrían ser beneficiarias de financiamiento y aprobación social por elevar la productividad de forma sostenible. Sin estas definiciones, prevalece el río revuelto −el Río+20 revuelto−, el cortoplacismo, y la sostenibilidad sucumbe ante la evidencia de la gran cantidad de población que necesita ser alimentada.

Con esta misma lógica se pasó por alto el tema de los transgénicos.  Independiente de la posición que cada uno tengamos al respecto −y la mía, no siendo dogmática, está en continua formación y evolución−, nada se gana rehuyendo el debate respecto a este tema.  La evidencia de su prácticamente irreversible presencia en buena parte de los cultivos y zonas agrícolas del mundo, y la inobjetable constatación de sus beneficios en costos y productividad, que comparto, no pueden relegar al olvido y para siempre la discusión abierta de los riesgos que esta parte de la biotecnología nos puede traer.  En Río+20 se perdió una vez más la oportunidad de hablar seriamente al respecto…la urgencia de alimentar a un mundo cada vez más populoso y hambriento volvió a ganarle la batalla a la importancia de hacerlo bien.

Los biocombustibles representan otro de los temas en los que Río+20 deja un sabor amargo. De mi parte, me inscribo entre los que defienden la alternativa del bioetanol, el alcohol carburante de caña, por ejemplo, ante los combustibles fósiles. La caña es una de las más aptas entre los cultivos agrícolas para transformar la energía del sol, y de ella se puede producir azúcar, etanol, electricidad, plástico y muchos otros. Si se considera todo su proceso, del campo al consumidor, sin necesidad de reemplazar campos para la producción de alimentos, su balance de emisiones de gases de efecto invernadero es neutro, si no positivo. Sin embargo, y si no estoy equivocado, en vez de salir de Río+20  altiva, con su hoja bandera bien perfilada y firme, la caña y la industria del etanol salieron con las banderas arriadas, a media asta, casi con un crespón negro amarrado al ápice.

El tema de la falta de acuerdos en torno a la llamada economía verde es otra de las perlitas difíciles de digerir.  Así como lo son los agronegocios sostenibles, también la agroecología y la agricultura familiar son parte de la economía verde.  El miedo a la excesiva mercantilización tiene más que ver con posiciones referidas a sistemas económicos e ideologías contrapuestas que con las discusiones que, más allá de las visiones políticas, deben dar el sustento técnico al desarrollo sostenible.  La economía verde es la de la certificación forestal y pesquera, la de los productos orgánicos, de los cultivos industriales acotados a normas de sostenibilidad, la del consumo responsable, del ecoturismo, la de uso sostenible del agua, la del reconocimiento de los servicios ambientales de los bosques, es la economía del bosque en pie, la del cambio de los patrones de consumo, es la que nos conviene.  La economía verde, señores, es la que entiende que sin bosques y biodiversidad no hay agricultura posible.

Sería bueno, pues, que las cumbres se organicen de forma que los temas sustanciales se trabajen más a nivel técnico y que no se dejen cosas sin definir, ambiguas, porque aunque se firmen acuerdos en términos generales, es en los detalles donde se esconde el diablo.

Y hablando del tema, eso sí, entremezclando algunas verdades de Perogrullo con muchas medias verdades y cantidades grandes de falacias, nuestro representante en la cumbre nuevamente obtuvo cierto protagonismo, ese tipo de protagonismo que los jugadores de las grandes ligas globales miran con desdén y, no con poco cinismo, dejan para los que tienen una necesidad desesperada de sobresalir a cualquier precio, aún a costo de quedar solos y en el ridículo…Ya nos había pasado antes, y en Río+20 nos volvió a pasar.