Siempre pensé —y
dije—, que la falsa dicotomía entre la conservación y el desarrollo era alentada
por los nada santos intereses de algunas personas o sectores empeñados en
desvirtuar la utilidad de la primera.
De forma
concreta, la innecesaria tensión entre áreas protegidas y desarrollo
agropecuario es la más fácil de desvirtuar, inclusive en Santa Cruz, donde se
concentra la mayor extensión y potencial agropecuario del país y, a la vez,
donde se tiene apartado para la conservación un territorio considerable bajo
distintas categorías de áreas protegidas.
Y es que, si
las cosas se hacen y explican bien, es fácil reconocer más complementariedades
que contrariedades. Si tanto las áreas protegidas como las áreas de producción
agropecuaria y forestal se designan en base a estudios técnicos que contemplan
como fundamento la capacidad de uso mayor del suelo, entonces cada cosa se hará
en su lugar, el ordenamiento territorial será técnicamente correcto, y todas
las actividades humanas tendrán su oportunidad.
Aterricemos
aún más y veamos, por ejemplo, el caso del Área Natural de Manejo Integrado y
Parque Nacional Amboró que, a pesar de su ampuloso nombre, ha sido sucesivamente sujeto a las ambiciones y
maniobras de los politiqueros, y durante toda su existencia no ha hecho otra
cosa que librar una encarnizada lucha por ser respetado, no invadido, y
aceptado como beneficio por una buena parte de la sociedad.
El Amboró, que
también alberga agropecuaria propia en el interior de su Área Natural de Manejo
Integrado, producción de hortalizas, frutas y cultivo de cereales, y ganadería
de ramoneo y trashumancia, mayoritariamente de subsistencia, por si quedan
dudas, es un área que favorece la agricultura y pecuaria extensiva comercial e
industrial que se realiza fuera de ella, de las siguientes y principales maneras:
·
Como
fuente de agua, siendo origen de quebradas, arroyos y ríos que bajan generosos y
se extienden a lo largo de los valles para permitir el cultivo irrigado de
hortalizas, cereales, tubérculos y frutas en su sector sur, movilizando y
potenciando una economía que da de comer a buena parte de la población valluna
a través de una producción que abastece el consumo propio y a la mayor parte de
la ciudad de Santa Cruz.
·
Como
repositorios de fertilidad al alimentar constantemente a las terrazas laterales
de los ríos, donde se desarrolla la agricultura, con los ricos nutrientes que
llegan por estos cursos de agua y que van formando sus suelos productivos.
·
Protegiendo
carreteras e infraestructura: ¿Se imaginan ustedes qué pasaría con la carretera
que pasa por su sector norte, dirigiéndose de Santa Cruz a Cochabamba, y sus
respectivos puentes, si los que ahora son bosques que protegen sus orillas de
desbordes de los ríos Yapacaní e Ichilo, principalmente, fuesen peladas
dehesas? ¿Se han preguntado alguna vez
qué ocurriría si esos bosques no existieran y, por tanto, no cumplieran su función
—servicio ambiental, se le debe llamar—, de moderar la conducta a veces
violenta de estos ríos que se generan en nuestras montañas?
·
Brindando
protección a sembradíos, cultivos, potreros, campos naturales, plantaciones y
aprovechamientos forestales que se encuentran aguas abajo y que serían
arrasados anualmente si no existiera la ya mencionada protección que brindan
los bosques ribereños y los que cubren la superficie erosionable de sus
montañas y llanuras.
·
Más
que a los cultivos, crías e infraestructura, es fundamental el servicio de
protección a comunidades humanas, mayoritariamente de campesinos y
agricultores, que habitan las partes bajas de las cuencas de los mencionados ríos.
·
Regulación
del clima local mediante su masa boscosa que capta agua, que absorbe CO2, que
genera oxígeno, que modera vientos y atenúa la temperatura, haciendo propicio el
ambiente en que se desarrolla la agropecuaria.
·
Polinización
de cultivos mediante la protección de una fauna de insectos que se refugian en
sus bosques, que liban de sus flores y que se hacen disponibles para la
polinización de los cultivos comerciales que se realizan fuera de sus bosques y
que dependen de polinización entomófila.
Si se
calculara, pues, el monto de dinero que se genera o que se ahorra en agua en
Amboró, o en protección de infraestructura, por ejemplo, seguramente se
obtendrían números que harían palidecer a los que se generan en similar área de
cultivos industriales de llanura.
Las áreas
protegidas no son un capricho de ambientalistas desvelados que odian el desarrollo,
aborrecen a los empresarios o a los campesinos y no los dejan producir en paz. Las áreas protegidas son una manera sana e
inteligente de proteger nuestra producción agropecuaria a la vez que
conservamos nuestra biodiversidad, aseguramos el disfrute de los paisajes y
beneficios intangibles que nos brindan, cuidamos un potencial reservorio de
nuevas medicinas, fibras y cultivos, y creamos una economía paralela con el
turismo, entre otros.
El problema no
son las áreas protegidas. El problema en realidad se da cuando entran en escena
factores mal planteados como sociales cuando en realidad son avivadas de
politiqueros y traficantes de recursos ávidos de tierra para sí mismos y para
dotar a sus votantes.
Y el problema
mayor es que de estos hay muchos, cada vez más, y cada vez más prohijados por
el poder central.
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